Años antes pensé que era más importante recordar la naturaleza que vivir en ella. Ahora, estoy mirando la televisión mientras la señal abierta repite las últimas olimpiadas. El nado sincronizado. Mujeres abriendo sus piernas. Mujeres tapadas por trajes de baños apretados y decorados cual fiesta de navidad. De lejos, pero bien lejos, se escucha una batería. Pero más cerca puedo escuchar los aplausos de los griegos corroborando los buenos puntajes de las rusas o las checas o de las cubanas. Uno nunca sabe en esas circunstancias por quién se está apostando. Años antes pensé que era mejor dejar de pensar en la naturaleza, y concentrarse en cientos de camas por hacer. O esperar que algún retail te contrate. Y a partir de ahí comenzar de nuevo. Con nuevas corbatas esperando ser anudadas, con listones azules que hacen juego con el logo de la compañía.
No me siento fracasado. Si lo fuera, no escribiría como lo hago ahora. Con la esperanza de algún lector. Por sobre todo, siento que hoy la naturaleza sí ha sido dejada de lado. Ayer, cuando terminó la repetición del nado sincronizado, las noticias comentaron sobre la nueva sede de los juegos olímpicos. Hoy, como ya todos saben, las bombas explotaron y, como siempre, quedó la foto. Rubios felices ya no tan felices corriendo como en Columbine. (entonces si escribo Columbine también estoy escribiendo acerca de una foto) En ese momento estaba comiendo helado, mirando cómo corrían salpicados en sangre de gente que nunca conocerán. Entonces ellos pensaron en la naturaleza. En la calma de los ríos que bajan de cerros calcados. Pero no era suficiente. Soñaron con casas hechas por sus manos. Pensaron en una foto familiar, en las manos unidas de sus hijos cantándole al viento. Y volvieron sobre esa miseria que no era naturaleza pero ya parecía natural.
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